Con los ojos abiertos en la oscuridad de la noche era incapaz de relajarme, de pensar en nada, ocupando el centro silente de mi yo, palpitaba. Yo le di toda mi atención por unas horas, y con todo me mantuvo sin dormir; ya le había dado hielo y agua tibia con sal, paracetamol e incluso diclofenaco en gel. Entonces me aventuré por las calles de Palermo para dirigirme al hospital; aunque cuando Miguel lo propuso horas antes me pareció exagerado, poco antes del amanecer, la idea había tomado matices verosímiles.
Una vez fuera de casa, ataviada con la insospechada combinación del pantalón del pijama y la chamarra de piel, choqué con varios enfiestados y puse los pies en la tierra. En la farmacia me dieron Naproxeno, luego volví a la cama y conseguí un poco de paz. Todavía me tiene sufriendo —no tan poquito— no recuerdo la última vez que sentí un dolor de esta intensidad.
La experiencia me hizo pensar en que una agonía así es comparable nada más que con lo que se siente el abandono, la traición, la muerte de una persona amada y esas cosas del corazón. En eso se parecen el dolor físico y el otro (como le llamo por no encontrar una palabra mejor), no nos permiten mirar nada más y después pasan. Así que es cierto: si sabemos andar por camino, a la larga los recuerdos no están más vinculados con el sentir, y ¡qué bueno!
Espero que en un par de días habrá cedido un poco la inflamación.