miércoles, 18 de julio de 2012

Soltar todo y largarse, qué maravilla, 
atesorando sólo huesos nutrientes, 
y lanzarse al camino pisando arcilla, 
destino a las estrellas resplandecientes. 
Silvio Rodríguez

Lo primero que quise abrir al encontrarme a solas con todos mis regalos fue la colorida cajita de cartón y luego el celofán que envolvía los xoconostles deshidratados y enchilados. Mientras disfrutaba la acidez picante del manjar me puse a estudiar detenidamente todo lo que mamá me envió desde México hasta Buenos Aires.

Tengo una salsa artesanal gourmet de cacahuate, una bolsa de Marimbas y otra de Rockaletas y una más de Tamborines (todos éstos dulces enchilados), también hay cajeta quemada (lo que los argentinos conocen como dulce de leche pero de cabra, ¡producto superior!); arándanos deshidratados, chocolate para prepararlo calientito con leche, pulpa de mango orgánico y hasta mole negro, entre otras curiosidades. Los frascos venían envueltos en hojas de La Jornada, me fijé en la sección cultural, la nota decía: Rinden homenaje a Diego Rivera con un mural vivo.

Es la segunda entrega que mi santa progenitora me prepara con artículos "sin los que no puedo vivir" desde que vine a vivir acá, hace más de un año. Llevaba quizá un par de años soñando con esto hasta que un buen día reuní el valor y la locura para dejar el mundo conocido y encaminarme hacia la tierra del choripan, de la que había recibido "un llamado". Renuncié a mi trabajo en las revistas, vendí el coche e hice las maletas. Voy a viajar y a seguir estudiando, me dije.

Aunque había estado un par de veces en Baires, lo cierto es que, como mi terapeuta espiritual y mis amigos me dijeron hasta la nausea, no es igual ir de turista a un lugar que ir a vivir ahí. Pero cuando llegué a instalarme a San Telmo todo era taaaan bonito: los exquisitos remates de las edificaciones afrancesadas, el aire bohemio y vintage de una ciudad construida sobre los cimientos de la melancolía de los inmigrantes.

Para empezar viví en un piso compartido, que dicho sea de paso, se caía a pedazos, pero por lo demás era genial, gente de todo el mundo, cervezas y vino todos los días. Muchas fiestas y buena onda. Luego vino lo bueno, buscar y buscar casa y esos meses de dura adaptación, horas y horas de lo que he dado en llamar tener la conversación con amigos extranjeros. Que después de tres meses de pasta y pan refinado uno ya quiere otra cosa, el clima y la humedad; la falta de amabilidad, la histeria.


Todo eso ha dejado de importarme. Es que si el lado feo está muy malo, el bueno es genial. 

sábado, 5 de mayo de 2012

Del dolor


No puedo dejar de pensar en él desde que ayer por la tarde, mientras salía de casa apurada, quedó atrapado entre el quicio y la pesada puerta metálica del ascensor. El opuesto derecho es muy importante en mis tareas cotidianas; el dedo con el que me peino, giro la llave para acceder a mi apartamento, abrocho los botones de blusas y pantalones, me ayuda a comer la sopita y tantas cosas más. Pero por ahora, este integrante de mi cuerpo, habitante rebelde de mi mano que sabe hacer tantas cosas, sólo duele.  


Con los ojos abiertos en la oscuridad de la noche era incapaz de relajarme, de pensar en nada, ocupando el centro silente de mi yo, palpitaba. Yo le di toda mi atención por unas horas, y con todo me mantuvo sin dormir; ya le había dado hielo y agua tibia con sal, paracetamol e incluso diclofenaco en gel. Entonces me aventuré por las calles de Palermo para dirigirme al hospital; aunque cuando Miguel lo propuso horas antes me pareció exagerado, poco antes del amanecer, la idea había tomado matices verosímiles. 


Una vez fuera de casa, ataviada con la insospechada combinación del pantalón del pijama y la chamarra de piel, choqué con varios enfiestados y puse los pies en la tierra. En la farmacia me dieron Naproxeno, luego volví a la cama y conseguí un poco de paz. Todavía me tiene sufriendo —no tan poquito— no recuerdo la última vez que sentí un dolor de esta intensidad. 


La experiencia me hizo pensar en que una agonía así es comparable nada más que con lo que se siente el abandono, la traición, la muerte de una persona amada y esas cosas del corazón. En eso se parecen el dolor físico y el otro (como le llamo por no encontrar una palabra mejor), no nos permiten mirar nada más y después pasan. Así que es cierto: si sabemos andar por camino, a la larga los recuerdos no están más vinculados con el sentir, y ¡qué bueno!


Espero que en un par de días habrá cedido un poco la inflamación. 





viernes, 20 de enero de 2012

Just enjoy the show



—¿Pero qué va a suceder cuando llegue el día en que ...?
Me preguntaba mientras me dejaba asaltar por continuos raptos de inquietud hasta que lo comprendí: no tiene sentido preocuparse por lo que no ha ocurrido porque ¡oh, no sabemos lo que viene! Y en honor a la verdad hay que aclarar que puede ser cualquier cosa.

Vivir el ahora es una invitación recurrente, sin embargo, no es fácil conseguirlo. Siempre hay factores que nos recuerdan que debemos proteger las futuras finanzas, emociones; en suma, prever las consecuencias. "Expectation: that's an interesting word", me dijo hace poco Barry, mi amigo septuagenario originario de Canadá.

Alguna vez me sucedió aquello de no esperar nada, pero esperar. Ahora, cuando me preguntan qué haré en un par de semanas, por ejemplo, digo que prefiero no hacer planes a tan largo plazo. Es paradójico, la vida es una cosa muy seria y hay que mirar bien por dónde vamos; pero al mismo tiempo, es sólo un sueño, quizá deberíamos evitar la zozobra.

Lo que importa es el camino y lo vamos recorriendo como quien transita un nocturno sendero boscoso alumbrado con la discreta luz de una vela, lo que alcanzamos a ver nos permite dar un siguiente paso. Y es suficiente.

martes, 10 de enero de 2012

La memoria como artífice


Camino hacia atrás

hacia lo que dejé

o me dejó.

Memoria

inminencia de precipicio

balcón

sobre el vacío.

Octavio Paz

El futuro será siempre cualquier cosa, salvo predecible. El porvenir escapa al control que buscamos con la ilusión de obtener seguridad. Pese a los innumerables esfuerzos humanos en el campo de la ciencia o la metafísica, nada nos ha valido para aproximarnos a la conquista del destino. No lo lograron los antiguos profetas, tampoco lo han conseguido los cálculos matemáticos, ni los vaticinios de las pitonisas.

Es en el pasado donde construimos certezas y, en este terreno, la memoria se antoja la más valiosa herramienta con la que contamos para edificar la identidad. Funcionamos, de facto, como un mecanismo de memoria. La capacidad de extraer sabiduría de la experiencia –ese ingenio mediante el cual almacenamos información– es en gran medida la garantía de supervivencia de nuestra especie. De la misma forma, el ADN (ácido desoxirribonucleico) que forma parte de nuestras células, contiene información genética en millones de letras químicas que son el recuerdo de la evolución. La vida misma está constituida de tal forma que garantiza que no escaparemos del ayer.

Sabemos quiénes somos porque hemos estructurado un relato biográfico, por eso quien pierde los recuerdos de su vida, pierde también el significado del yo, como sucede a Leonard, el protagonista de Memento. En la cinta, el héroe es incapaz de almacenar nuevos recuerdos, lo que complica la misión que se ha impuesto de atrapar al asesino de su esposa. Para intentar llevar una vida tan normal como sea posible utiliza un sistema basado en notas y fotografías instantáneas en cuyo reverso describe brevemente a las personas con las que interactúa cada día, así sustituye su memoria a corto plazo.

Es oportuno precisar que existen dos categorías principales para describir la memoria, la de largo plazo y la de corto plazo. La memoria a corto plazo decae rápidamente y nos permite retener información durante unos 30 segundos, el tiempo suficiente para marcar un número telefónico luego de haberlo visto en la agenda, por ejemplo. Mientras que los datos que depositamos en la memoria de largo plazo pueden durar toda la vida.

La memoria para identificar y dibujar en la mente caras, canciones, imágenes y olores parece casi ilimitada y digna de confianza, aunque los estudios revelan que a menudo distorsionamos, olvidamos y reinterpretamos el pasado para dar coherencia a la historia que representamos acerca de nosotros mismos.

Muchas personas no tienen recuerdos claros de su infancia temprana, Freud sostenía que olvidamos muchos acontecimientos infantiles porque nos resultan problemáticos. Poco importa, porque en realidad, nuestros recuerdos son poco fiables, como lo demuestra el relato que el psicólogo suizo Jean Piaget refiere en sus memorias:

“Aún puedo ver, muy claramente, la siguiente escena en la que creí durante mucho tiempo: A los dos años estaba sentado en mi cochecito, que era empujado por mi niñera en los Campos Elíseos, cuando un hombre intentó secuestrarme. Mi niñera se colocó heroicamente entre el ladrón y yo. A continuación se acercó un policía y el ladrón huyó. Todavía puedo ver toda la escena, pero cuando tenía 15 años, mis padres recibieron una carta de mi antigua niñera, quería devolver el reloj que había recibido como recompensa a su valiente intervención. Había inventado toda la historia. Esto indica que de niño debí oír este relato y proyecté en el pasado la memoria de un recuerdo falso. Muchos recuerdos que se tienen por reales, son indudablemente de la misma índole”.

¿En qué medida podemos confiar en nuestros recuerdos? Si de manera recurrente olvidamos fechas, nombres, citas o acontecimientos que parecen importantes, y por otro lado recordamos una infinidad de datos inútiles; si en la vida transcurren periodos que permanecen ocultos en las tinieblas de la razón a los que nos referimos porque contamos con pruebas documentales que los respaldan: fotografías, cartas o boletos de avión. A la larga, casi cualquier objeto puede servir como una voz que nos incita al regreso.

Se llama fabulación al fenómeno de asumir como una anécdota propia un acontecimiento que en realidad le ocurrió a otra persona, es algo que sucede de manera muy recurrente, sobre todo entre hermanos o amigos cercanos.

También se conocen como fabulaciones los relatos de enfermos que intentan cubrir sus lagunas amnésicas con hechos fantásticos, como sucedía al señor Thomson, a quien se refiere el neurólogo Oliver Sacks en su magnífico libro de historias clínicas El hombre que confundió a su mujer con un sombrero: “Este paciente no recordaba más allá de unos cuantos segundos, estaba continuamente desorientado. Se abrían a sus pies continuamente abismos de amnesia, pero él los salvaba con ingenio, mediante rápidas ficciones de todo tipo”. No puede decirse que este hombre sufriera a causa de su padecimiento, pero como hemos visto, la memoria (y la pérdida de la misma) suele tender numerosas trampas.

Tal vez, la pregunta clave es ¿qué determina la selección de evocaciones? Porque es verdad que la memoria limita la reconstrucción del ayer y sólo somos capaces de retener una miserable porción del fondo del tiempo. Acaso es la emoción lo que verdaderamente deja huella en la conciencia, en nuestro registro mental siempre tenemos acceso a los momentos más impactantes, a los de mayores alegrías y también las más grandes tristezas.

Hay quien insiste en dar vuelo a la parte malévola de su memoria, Miguel de Cervantes, quien exclamó: “¡Oh, memoria, enemiga mortal de mi descanso!” era sin duda uno de estos personajes.

Muchos esfuerzos por resucitar las noticias del ayer se convierten en tortura porque con frecuencia los instantes que redescubrimos de nuestra vida pasada están rodeados por la inmensidad de un vacío espeso y sombrío, recordamos hechos aislados pero hemos olvidado sus antecedentes. Es necesario cuidar los nexos que conectan recuerdos, pues de lo contrario es posible caer en un laberinto en el que la vida se entiende como la suma de hechos contingentes, de sucesos fortuitos que dan cuenta de una vida sin propósito alguno. Debemos pues, percatarnos de que los acontecimientos son en gran medida —y después de todo—, resultado de nuestras determinaciones.

Entre muchas otras, existe la posibilidad de caer en alguna trampa de añoranza, evocar el pasado con insistencia hasta el extremo de pretender regresar a él. Todos conocemos la melancolía, uno de los más frecuentes fraudes de la memoria. Extrañar el ayer, el inasible tiempo pasado que algunos insisten, siempre fue mejor. La sabiduría popular señala que recordar es volver a vivir; pero hay que ser honestos, la memoria es incapaz de hacernos experimentar emociones que se fueron.

Otra condena de este género la padece quien insiste en invocar fantasmas, todo lo que sería mejor olvidar y que, casi sin querer, vuelve a cobrar fuerza en el juicio como lo haría en la ocasión un muerto mal enterrado. Pero la más insufrible de todas las angustias memorables sucede cuando lo que no llegó a ser nos atormenta. Joaquín Sabina lo dijo mejor: “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”.

Olvidar nos ayuda a adaptarnos al presente, de alguna manera contribuye a nuestra felicidad. Quizá, la capacidad de ser personas optimistas depende en cierta medida de nuestra facilidad de hacer a un lado los momentos menos afortunados de nuestra existencia. Aunque ser desmemoriado también puede ser un problema.

Existen diversas teorías para explicar el fenómeno del olvido. La del decaimiento indica la información acaba por desaparecer de la memoria si no la utilizamos; mientras que la de interferencia plantea que los elementos de información parecida compiten entre sí, y que los datos se confunden en nuestra memoria. Asimismo, la teoría de la sustitución sugiere que la nueva información que accede a la memoria puede borrar la ya existente.

Con frecuencia utilizamos pistas para recordar algo, asociaciones que nos sirven de apoyo para encontrar un dato en la memoria, si llegamos a olvidarnos de la clave, olvidamos el resto, a esto se le conoce como olvido dependiente de claves.

Antes de que la imprenta se inventara, el adiestramiento de la memoria era de extraordinaria importancia, ahora disponemos de múltiples dispositivos que guardan toda la información que necesitamos para desempeñar nuestras tareas cotidianas, así no tenemos que preocuparnos por recordar direcciones, números telefónicos o compromisos.

Alguna vez, Borges escribió: “Somos nuestra memoria, ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”, y tenía razón, todos coleccionamos imágenes de lo sucedido. Al final, los recuerdos serán todo lo que nos quede.