jueves, 1 de julio de 2010

Somos todos

Al transitar por la enorme ciudad de México (mi hogar), tengo la impresión de que me convertí en un fantasma. Pasa incluso en zonas que me resultan familiares. Con frecuencia salgo de casa a dar paseos en bicicleta por los alrededores —siempre es mejor ir al bosque pero cuando no se puede, me conformo con andar por la colonia— y entonces descubro que soy ajena a todos los presurosos compatriotas que me encuentro por ahí.

La gente no tiene la costumbre de saludar a nadie en la calle ni prestan atención a los demás, y a todos nos parece muy normal. Es un fenómeno de las grandes urbes, supongo: la triste pérdida de sensibilidad. Esto da cuenta de algo mucho más grave, la falta de sentido de comunidad que tanta falta en este tiempo.

Recuerdo con nostalgia mi viaje a la Habana, donde la gente te aborda por la calle abiertamente, sólo para conversar y siempre con alegría (sí, ya sé que en una de esas, algunos me vieron cara de pasaporte, me da lo mismo). En mi país, las personas son tan recelosas que pocas veces se atreven a cruzar palabra con los extraños. Hace falta un mundial o una desgracia como el terremoto de 1985 para que los mexicanos se sientan unidos.

Me dieron ganas de llorar cuando en Guadalajara, Jalisco, pude ver con mis propios ojos la patética y ya célebre pinta que reza: "Haz patria, mata un chilango". Pero luego, cuando fui a Mérida, lo comprendí todo. En esa bellísima ciudad, las personas respetan el acuerdo uno por uno cuando van en el automóvil, dan el paso al peatón y son siempre gentiles cuando preguntas por una dirección.

Acá, la gente te deja ir el coche sin miramientos. Cuando conduzco, me doy cuenta de que es una regla de subsistencia: Al volante [como en la vida misma] a veces hay que aventarse. Sin embargo, hago un esfuerzo por poner las intermitentes, dejo pasar a todo el que me pide permiso, trato de sonreir y hablar a los desconocidos porque quiero que las cosas cambien en este lugar y no me queda más remedio que empezar por mi.

4 comentarios:

  1. Definitivamente somos todos, y la verdad no tengo muchas herramientas para defender a los tapatios, que suelen ser cerrados, entre muchas otras cosas.
    Pero me gusta la colonia donde vivo, los vecinos nos conocemos al menos de vista y nos saludamos; de la misma forma conozco y saludo a los del puesto de dogos, el de crepas, el de tamales, al chino que cuida a sus nietos en el parque y a los papas de esos niños en su restaurante... mmmh y calculo, de rápido, unas 30 personas más habituales del rumbo.
    Sí, tan sólo saludarse así da un sentido de pertenencia e identidad muy disfrutable.

    PD. Los chilangos ya no son los del DF, son el prototipo de persona prepotente, creída y blof, sin importar de donde sean (abundan en GDL).

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  2. Eso es lo que me llevó a escribir esta entrada, que no conozco a los vecinos, y me doy cuenta de que ellos tampoco se conocen entre sí. Pero tengo la esperanza de cambiar de barrio. Ahora que, mi apuesta es por ver un día que la gente de la ciudad comienza a ser más abierta y sensible. Como soy romántica, seguiré esperando, intentando...

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  3. leamonos aunque sea de lejos hermanamanodesaliva. Un beso!

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  4. No confundir la pérdida de sensibilidad con la falta de educación, ambas graves pero diferentes en esencia.

    Y solo quiero recordar algo que se ha olvidado: entre 1950 y 1960, la ciudad creció tanto que se tuvo que traer gente de otros estados para trabajar aquí, y mucha de esa gente se sintió "capitalina" y empezó a echar pestes de su lugar de origen... ese es el origen del CHILANGO.

    Yo no soy chilango, yo sí nací en el DF, y como muchos, siempre que voy a otro estado me maravillo de él, y lo valoro, y siempre me dicen "eres buena onda, pensábamos que los chilangos siempre hacen menos a los demás", y tengo que repetir esta historia una y otra vez.

    Acabemos con ese mito, empezando por conocer la verdadera historia del término.

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